




La continuación de Voluntario en Palestina 2006 http://volpal2006.blogspot.com
La tarde que el ejército abandonó la ciudad cientos de habitantes de Nablus se acercaron para contemplar las ruinas de la Moqata.
Al parecer uno de los combatientes palestinos salvó la vida de milagro. Según nos contaron, los soldados israelíes pusieron todo el empeño en derribar hasta el último muro que quedaba en pie, sin embargo, no se molestaron por encontrar a un chaval de Balata (uno de los campos de refugiados de Nablus), que se refugió en los sótanos de la Moqata y ascendió victorioso de este hoyo.
Las detonaciones efectuadas por los soldados no contemplan ninguna medida de control o seguridad. La onda expansiva era tan potente que destrozó numerosos cristales de edificios que estaban a más de un kilómetro de la Moqata, como es el caso del colegio de las chicas, donde tomamos esta foto de una cristalera que cedió sin causar heridos afortunadamente.
En el vínculo de aquí abajo podréis leer "It´s our life" (en castellano), el relato que escribió aquellos mismos días Silvia Cattori, una periodista suiza sobre las noches de fuego en Nablus.
http://www.voltairenet.org/article142295.html
Fumando narguileh en un baño turco del casco antiguo (hoy semidestruido a causa de una operación militar israelí el 25 de febrero de 2007)
El primer día me pasó lo siguiente, cuando estalla la guerra en Líbano: es de noche y por toda la ciudad se escuchan disparos al aire, que retan a los cercanos soldados a que esta noche se atrevan a adentrarse en la ciudad. Mi grupo, disperso, viene de cenar, por las callejuelas estrechas del centro, y se dirige al autobús. En esto, se cruza en mi camino un chaval no mayor de 16 años con una pistola en alto que dispara furioso a mi lado. Mi corazón también se dispara. Contengo la respiración y continúo mi camino, deseando salir cuanto antes del campo de tiro de aquel adolescente. A mi lado, Huda, una chica de Londres, ha visto lo mismo que yo y avanza aún más rápido con lágrimas chorreando por las mejillas. Cuando alcanzo el bus, mi retina sólo retiene el impacto de lo sucedido minutos antes. Un voluntario palestino se sienta a mi lado, y como si estuviéramos tomando café o sentados en la playa va y me pregunta “¿y tú Fernando, cuántos hermanos tienes?”.
Otro día, ya casi al final de nuestra estancia, por confianza temeraria, me encuentro en medio de las calles de Nablus, acompañado de algunos de los voluntarios españoles y sin palestinos. Estamos violando las normas del campamento, pero la sensación de control después de varias semanas se hace muy pesada, casi insoportable y necesitamos escaparnos durante un rato por las calles ya oscuras de la ciudad. Un chaval joven se me acerca y me dice algo en árabe que no logro entender, tiene el brazo vendado y en su rostro la mirada del guerrero palestino. Aquella mirada que vi por primera vez el año anterior en Jenin. En aquella ocasión se trataba de Zacarías, un héroe nacional palestino. De él decían que había logrado escapar hasta en nueve ocasiones de redadas israelíes y que había matado a innumerables soldados. Zacarías tenía 29 años, y se movía con su fusil entre las sombras, siempre fugitivo, una pesadilla para el ejército de Israel. Su mirada era la misma que la de aquel chaval que tengo ahora a mi lado; no sólo eso, los dos hablan con idéntica serenidad pasmosa, como en una burbuja, al margen del torbellino y agitación que parece vivir el resto de los mortales. Se diría que ambos han dado un paso irreversible, enfilando la muerte, pero están todavía entre nosotros, y por eso se deslizan con esa quietud, como si hubieran encontrado la paz en vida. Se me pasa por la cabeza en este momento, que este chico que sin darme ninguna explicación se ha puesto a andar a mi vera, se trata del único superviviente de la matanza de días anteriores en la que varios palestinos armados se enfrentaron a soldados israelíes. La gente nos lo había dicho, “¡sólo ha sobrevivido uno, y cuando se fueron los soldados, salió de su escondite con los brazos en alto y la señal de la victoria!”.
Esta imaginación mía la quiero contrastar y le pregunto en inglés si él es aquel que yo me figuro que es. Sin embargo, el chaval no habla ni una palabra de ese idioma. Aún así, necesito aclarar mis suposiciones y prosigo mi investigación chapurreando las pocas palabras de árabe que sé junto con la universal ayuda de la comunicación no verbal. Y como sospechaba, él me asegura que había salido con vida de la batalla de hacía unos días y que su herida en el brazo se debe a ese enfrentamiento. ¿cierto o mentira? Ya nunca lo sabré, pero lo que sí es muy cierto es el nerviosismo que se enciende en mí en este momento. El hombre más buscado en todo Nablus a mi lado, ¿qué pasa si aparece un jeep israelí por la bocacalle de enfrente y nos fulmina a los dos? ¡Ay, ay, ay! Aligero el paso y le digo adiós al espectro que se ha pegado a mí como mi sombra, me uno al resto del grupo y propongo entrar en un sitio para comer que aún está abierto. Miro hacia atrás, el chaval ha desaparecido para siempre.
El punto iluminado en mitad del asfalto es una barricada de fuego. La foto está tomada minutos antes de la medianoche desde la puerta del colegio donde nos alojábamos los voluntarios masculinos.
A pesar del miedo, mi Nablus no se entiende si no se contraponen estos momentos de tensión con otros radicalmente distintos: los gritos de verdadero júbilo de los niños del campo de refugiados cada mañana cuando bajan del autobús esos extranjeros que vienen a jugar con ellos; las vistas preciosas de la ciudad desde las colinas que la bordean donde, paradójicamente, tan cercanas, reina el silencio y la paz; o de noche el baile folclórico palestino, el dabkeh, en grupo, cogidos de la mano, hay que seguir con las piernas una coreografía marcada por uno de los miembros del coro. Estos contrastes tan fuertes parecen hacer de la vida una experiencia trepidante, algo más intenso y apasionante. ¿será entonces que la alegría alcanza niveles más altos si se vive entre el dolor y la pena? ¿acaso la vida se disfruta más si se mezclan las experiencias? ¿un poco de amargura y un poco de felicidad, para no malacostumbrarse a una u otra? De lo que no cabe duda es de que si a los martirizados palestinos se les diera a elegir entre una vida así y otra, apacible y reposada, lógicamente escogerían la segunda. Ahora bien, los palestinos, muchos sin saberlo, gozan de un tesoro interior, un bien muy escaso en el mundo del que yo vengo: dejando a un lado las desgracias, las personas se hacen distintas en estas situaciones trágicas, más buenas, más valiosas. Y el día a día una aventura, una lucha con un sentido, algo más especial.
Niños del campo de refugiados de New Askar.
Clase de dibujo y pintura en el centro social del campo de refugiados. Los niños diseñan su propia careta con su animal preferido.